Por Jesús Cortés Campo, biznieto, nieto, sobrino y primo de ferroviarios. Diplomado en Gestión y Administración Pública por la Universidad de Castilla-La Mancha
Cuando uno se mira la parte posterior de la mano observa varias venas de distinta longitud y grosor que saliendo del brazo acaban en los dedos, adonde llevan la sangre necesaria para que estos desarrollen su función vital.
Del mismo modo, si se observa un mapa de La Mancha puede verse como todo el territorio aparece lleno de venas, en forma de vías de comunicación, ya sean carreteras o el ferrocarril, que unen distintas ciudades, de forma que propician el ir y venir de personas y mercancías, necesarias para que en cada punto se desarrolle una actividad económica o social, importante para la ciudad o el pueblo y, en suma, para todo el conjunto del territorio.
El ferrocarril, aunque llegase a La Mancha en 1853 (Tembleque), parece que, como las venas de las manos, siempre estuvo ahí. Y lo parece porque su llegada supuso una tan gran transformación para muchos pueblos y ciudades, que hasta entonces eran meros lugares de paso de carros y carretas -en algunos caso, ni eso- que parece que su historia realmente comenzó el día que se vio llegar la primera locomotora al lugar.
En Alcázar de San Juan, por poner un ejemplo, la llegada de la primera línea de tren (Tembleque-Alcázar en 1854) ya supuso un importante crecimiento demográfico y la creación de toda una industria aparejada al mismo, que más adelante se acabaría multiplicando con la creación del nudo ferroviario que acabo distribuyendo el tráfico de trenes al Levante, al Sur y hasta Extremadura.
De esta transformación, nuestros pueblos y ciudades, hasta entonces cerrados en su mayoría a lo que se circunscribía entre sus propios caminos, murallas viejas, campos de cereales, eras y viñedos, pasaron a ser sitios abiertos, cercanos y cosmopolitas en los que, seguramente, se comenzaría a fraguar ese sentimiento tan manchego de acogida al que viene de fuera, como si fuera un hermano, aunque con el hermano propio, el de sangre, ni siquiera se hable el paisano o la paisana.
Los caminos de hierro trajeron a La Mancha un cambio, fraguando y condicionando durante mucho tiempo el progreso, la vida y las oportunidades para todos los sectores sociales de la población, que tuvo acceso a un futuro que la propia constitución del territorio les negaba.
Quizá ello, junto con el carácter luchador de los manchegos y manchegas, sea el motivo por el cual en estas tierras hubo importantes movimientos obreros -no tan intensos como en otros lares- y la tendencia es el apoyo a las propuestas e ideas más sociales o de centro izquierda.
Los trenes traían y llevaban personas, pero también acercaban nuestro cereal, vino, carnes y manufacturas a otros lugares, procurando y facilitando una mayor demanda que promovía el crecimiento.
Después, ese mismo progreso y los cambios en los intereses de los poderes económicos, condicionaron el cambio en las políticas de gestión del ferrocarril, convirtiendo un medio de transporte que servía para unir y acercar, en un sistema de conexión rápida entre grandes ciudades, que tan sólo deja a nuestra Mancha el movimiento del aire que provoca la inercia de la velocidad, habiendo relegado en estas tierras, a un papel secundario las vías que acercaban y unían a los pueblos manchegos.
Los árabes, cuando llamaron “Manxa” a nuestra llanura eterna, plena de colores, calores y fríos, no intuyeron que faltaban siglos para que fraguase y que en eso, otros caminos, los de hierro, tendrían mucho que decir y que contar.
Sea como fuere, el ferrocarril y La Mancha van unidos de la mano desde hace cientos de años.
Puede que hasta nacieran juntos.